Toda persona, solo por el hecho de serlo, solo por nacer, está provista de una dignidad absoluta. Dignidad que está por encima de cualquier consideración que nuestro pensamiento pueda elaborar acerca del ser humano. Y no es gratuita esta dignidad, conlleva una serie de “prerrogativas” o “privilegios”, pero también compromisos y responsabilidades. Uno de esos “privilegios” es el “derecho” a tomar de la naturaleza aquello que necesite para su supervivencia, incluso su bienestar y el de su familia, su grupo, su comunidad… siempre y cuando no ponga en riesgo la subsistencia y el bienestar de otras personas hoy o en el futuro. Esta última parte resonará a l@s amig@s del manido concepto de “sostenibilidad”.
Sin embargo, cada vez que vamos al supermercado a comprar alimentos, en la mayoría de casos estamos contribuyendo sin saberlo al deterioro de la producción local, a la precariedad e injusticia de millones de trabajador@s en todo el mundo y, como por todos es sabido, de forma indefectible a un grave deterioro medioambiental. Deterioro que es global y acelerado, quizá de progresión exponencial e incontrolada, irreversible, fuera ya de nuestro control. Es probable que nuestro estilo de vida actual haga de la vida de las generaciones futuras y no tan futuras una auténtica odisea.
Ni la política, ni la industria, ni la ciencia avanzan a un ritmo suficiente (al menos desde un punto de vista ético y aplicado) a la hora de abordar la compleja pero necesaria operación de frenado de la maquinaria autodestructiva en que se ha convertido nuestra civilización antes de que sea demasiado tarde. (Alimentemos la esperanza de que no lo es aún). El Papa Francisco habla de orar por la humanidad como principal contribución personal ante la crisis ecológica global. Ante la impotencia para actuar y desde la vigencia de los valores cristianos de amor y respeto por toda Vida, poco más podemos hacer los que albergamos esa fe. Poco más si atendemos a las cifras o si observamos la realidad de nuestra irrefrenable y asumida cultura consumista con una mirada mínimamente abierta y aguda.
Recemos creyentes y no creyentes, cada uno a su manera. Pero es probable que sirva de poco si no tomo conciencia de cada uno de mis actos de compra, consumo y gestión de los residuos que produzco. Deberían convertirse en auténticos actos sagrados, quizá la más importante contribución personal real (en muchos casos la única) para paliar la crisis ecológica y civilizatoria en que estamos inmersos.
Tanto va la cesta al super… miren el agujero que la podredumbre silenciosa ha ido horadando en las profundidades de nuestra cesta. Cuando menos lo esperemos, todo caerá sin remedio, para siempre. Quizá le pase a tus niet@s, quizá a tus hij@s, quién sabe si a ti, a nosotros… quizá suceda en 2030, o el año que viene, o puede que hoy mismo… Podéis creerme, todo ha llegado, el futuro ya está aquí y no podemos esquivarlo nunca más. Pero… ¿acaso lo que se nos viene encima no sea sino la aventura épica que las agobiadas, vilipendiadas e insatisfechas nuevas generaciones llevan tiempo reclamando? ¿Acaso es esta la catarsis que nuestra prepotente, obscena y aburrida civilización occidental (impuesta o asumida por prácticamente la globalidad humana actual) requiere para revolucionar un sino que por sí misma no es capaz de virar hacia ningún lugar esperanzador? ¿Acaso la pandemia del COVID no es sino el primer aviso serio capaz de desentumecer nuestros malacostumbrados hábitos, de rasgar nuestros confundidos ojos, tan deslumbrados y cegados por el postmoderno cromatismo de las santificadas comodidades?