Hubo un tiempo en que me dediqué a hacer complejos cálculos y a intentar diseñar, con ayuda de un buen amigo informático, una aplicación más o menos sofisticada para calcular la huella de CO2 de cualquier tipo de desplazamiento entre dos puntos cualesquiera del territorio. Estoy seguro que no fue un trabajo en balde. Creo que mi amigo disfrutó en algún momento del proceso de diseño de la aplicación, aunque intuyo que en otros momentos terminó hasta el gorro de mí. Por otro lado, y creo que esto es lo más importante, sé que este tipo de cosas ya no me motivan lo suficiente. Hacer mis anotaciones y mis listas sobre kilómetros recorridos en coche, residuos producidos en casa o alimentos consumidos, casi al estilo de H.D. Thoreau en Walden, fueron mis últimos coletazos en ese afán escrutador acerca de mi lifestyle.
Para sopesar mi huella hoy, me basta con sacar todo tipo de envases fitosanitarios, latas de aceite de motor, alpargatas, incluso un martillo del huerto que recién desbrozo y cavo para tomarme la molestia que no se tomó algún anónimo o anónima, depositándolos, lo siento, esta vez sí, en el contenedor de resto más próximo.
Me basta con apagar el ordenador cuando la batería alimentada por la escueta placa solar de Casa Odisea empieza a dar aviso de agotarse y seguir conformándome con ello, no recurriendo al móvil sino dejándome caer en la cama para darme un merecido descanso fuera de social horario y calendario.
Me basta con tomarme mi tiempo para hacer la comida con los productos tan pacientemente crecidos en el huerto o tan confiablemente comprados en tiendas vecinas con cara de mujer.
Me basta con coger la bicicleta en cuanto el horario y la meteorología me lo permiten y renunciar al castigado y vituperado Opel Tigra, aparcado en la era, para recorrer dos kilómetros y medio escasos a La Cuevarruz o Corcolilla, seis a El Collado o los ocho que me separan de la villa alpontina.
El aire que acaricia mi piel, el sol que besa mis párpados, el agua que me revitaliza al refrescar garganta, frente y nuca en la Fuente de La Purísima, me dicen que ese es el buen camino y que no hace falta mucho más. Es tan fácil como mirarme adentro y decirme qué es lo que realmente me conviene, qué me hace bien, que invariablemente coincide con lo que es bueno para los demás y para lo demás, sean personas, animales, plantas, aire, agua, suelo… Un fuego interior, eso es lo más importante y lo más fiable. Pues no somos más que eso, una fugaz pero imponderable combustión.