Objetivos de Desarrollo Sostenible, los ODS, esas ya familiares siglas acompañadas por sus inconfundibles iconos de amplia gama cromática que tanto utilizan y enarbolan hoy todo tipo de entidades y empresas.
Los ODS, promesas con pies de vidrio. Esperemos que no terminen siendo dentro de 100, 50, 20 años… quién sabe si esta misma década, puro papel mojado en medio del océano, inmenso erial agotado e intoxicado por una extinta civilización autodestructiva.
La complejidad de los tiempos que nos ha tocado vivir no es excusa. No podemos permitirnos que los ODS sean pura palabrería política y poco más que un fácil y efectivo pero vacío y engañoso márquetin empresarial. No podemos entretenernos ni un segundo más ni podemos seguir disimulando la gravedad y la urgencia que tiene desterrar de una vez los demonios que ferozmente nos acechan: la violencia entre personas y entre países, es decir, el miedo; las desigualdades entre personas y entre países, es decir, la codicia y la mentira; la alienación del ser humano y el deterioro ecológico, es decir, la sacralización de las comodidades y el estilo de vida postmoderno.
Caminamos, y no a ciegas, sobre un complejo y frágil laberinto vidrioso que se hace añicos a cada paso. Abajo, el ancho océano nos aguarda y solo nos queda renunciar a un ingenuo y delirante, aunque previsible, sálvese quien pueda. Sólo nos queda volver a ser hijos de la tierra y atrevernos humildemente a sentir su azote.